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Solo de trompeta de Antonio Fernández Molina (Extracto)

Solo de trompeta de Antonio Fernández Molina (Extracto)

No sé por qué, empezaron a dejarme salir de casa y recorrí el pueblo, casi siempre en soledad. Si los de casa no me oían pronunciar una palabra, los de fuera muy pocas. Me había acostumbrado a no despegar el pico y seguía así. Lo malo era que las palabras empezaban a estorbarme dentro del pecho. Muchas veces parecía que tenía el cerebro trillado de tanto moler frases y palabras. Muchos días me daba la impresión de que comía mis propias palabras y ellas me servían de alimento. La comida seguía dándome buenas sorpresas. Los alimentos me presentaban sabores y aspectos sorprendentes. La tortilla podía ser gallina, condimentada con almejas, pero ésta, a su vez tenía el mismo sabor que la pasta de dientes. El pan sabía a ratones (las ratas abundaban en diferentes circunstancias y  no solamente en la alimentación). Los críos de mi edad buscaban mi compañía, que muchas veces les regateaba. Las personas mayores también sentían gran curiosidad y me preguntaban impertinencias a las que contestaba con el silencio, pero también sacándoles la lengua o llevándome la mano a algún sitio, lo que les molestaba tanto que sentía gozo. Las comadres, exasperadas, se colocaban los brazos en jarra y las piernas entreabiertas, como cuando meaban de pie.

—El Miguelito de las narices se ha vuelto gilipuertas y mudo, pero se ha hecho un sinvergüenza, tiene bemoles la cosa.

Entonces, cuando la suerte me acompañaba, lanzaba un sonoro suspiro por conducto contrabario y lsa dejaba cortadas, sin respiración, durante un instante. Si iba en compañía d eotros chicos, el jolgorio era enloquecedor y llegaron a manifestar su entusiasmo llevándome en hombros. Las mujeres arreciaban en sus insultos, muchos de ellos tan injuriosos que al mismo tiempo eran informativos por las cosas que me revelaban de mi familia y que me alegraba conocer.

Lo que más atractivo tenía para mí eran las excursiones que hacía solo, ahora sin que nadie me vigilara (al menos no descubrí nada en este sentido, aunque seguía siendo susceptible). Posiblemente me probaban, aconsejados por un médico o cualquier otro farsante de esos que se ocupan de dar consejos y parecen saberlo todo cuando no tienen siquiera una remota sospecha de su inmensa estupidez.

De cualquier forma, aquello me favorecía y casi me hacía feliz. Deambulaba a solas por los lugares más apartados. Rincones muy tranquilos, sucios y escondidos, llenos de montoncitos de basura que escarbaban los gatos y sobre los que florecía alguna rata muerta, y a pesar de ello me asqueaban. En las puertas cerradas veía el rostro del dueño de la casa y los ojos de sus familiares, las huellas de muchas de las manos que se habían posado sobre la madera y los golpes que el granizo sacudió sobre su superficie. Cada piedra me reproducía el paisaje de la comarca, y las casas eran el retrato de sus dueños y lsa veía gibosas, cojas, fuertes bobaliconas, atrevidas, presuntuosas, soñolientas, borrachas, avariciosas, petulantes, acicaladas, ridículas, fastuosas, comineras, estúpidas, coquetas, gilís. Y me divertía dando la vuelta a una de las casas, sobre todo, si no veía a nadie por allí, e ir tomando nota de sus caracteres para tratar de adivinar, por las señales exteriores que dentro de ella se encerraba. Cuando podía, me colaba en su interior y veía confirmados parte de mis supuestos; otras veces tenía que hacer una una labor de adaptación de la realidad a lo supuesto, o corregir mi visión desde fuera, dándome cuenta que no había sabido leer, hasta el final, en el rostro de la casa, y que lo que había en el interior estaba escrito en la superficie, y pensaba que si supiera leer, también vería hasta los pensamientos de los que la habían ocupado y los de los que habían puesto los ojos en ella.


Antonio Fernández Molina

© Herederos de Antonio Fernández Molina

 

[Extracto de la novela Solo de trompeta, Alfaguara, Madrid, 1965. (Págs. 85-88)]

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